Aprender es mejor que ganar
Permítanme divagar un poco.
Al finalizar las elecciones logré llegar a una conclusión que había empezado a construirse desde el momento en que empecé mi carrera.
En los últimos dos años (el tiempo pasa y la vida no me alcanza…) me he encontrado con debates en todas partes. En lógica y retórica me enseñaron a hilar argumentos y, entre otras cosas, a identificar mentiras o argumentos tontos en los demás (falacias). No aprendí del todo, pero mi profesora logró expandir mi visión y me demostró que, al final, todos son puntos de vista.
Una de las lecciones más complicadas y dolorosas que viví consistía en destruir mis convicciones. En la universidad te demuestran, sobriamente, cómo esos argumentos que tenías endiosados en tu cabeza están errados, o no son poderosos. Cuando estaba en once me sentía feliz parafraseando a Nietzche y profesando que las convicciones son peor enemigo de la verdad que las mismas mentiras; en la universidad entendí a lo que se refería.
Y digo que es doloroso porque es sentir que te quedas sin piso. Me sentí humillado. Y cuándo volvía a armar nuevos argumentos, ésta vez un poco más fuertes, me volvían a demostrar que estaban incompletos. Después de vivir humillación tras humillación, y de ser atacado -con éxito- en el único lugar de mi autoestima que yo nunca había cuestionado, me di cuenta de que el proceso de humillación no era en vano, no era una simple tortura intelectual (porque, eso sí, jamás se burlaron ni me trataron mal, la humillación provenía de mi ego herido y de mis convicciones agonizantes). El constante enfrentamiento de argumentos y, más importante aún, la prevalencia del argumento más convincente (que en ocasiones era producto de una fusión de varios argumentos), tenía como fin enseñarme a debatir para aprender, no para ganar.
Cuando estamos intercambiando argumentos con otra persona, nace una sensación de competencia. Es apenas lógico, después de todo, hay un enfrentamiento de posiciones dispares (aunque, muchas veces, ambas personas están hablando de temas radicalmente distintos). Con nuestras convicciones sirviendo de base, atacamos las ideas del otro y, pronto, la conversación se torna en una pugna por ver quién calla al otro. El que tenga la última palabra, gana.
Pero, entonces, surge una duda: ¿para qué debatimos? ¿cuál es nuestro interés en intercambiar argumentos? En el juego de tener la última palabra, el perdedor no es convencido, sino acallado. Sus convicciones siguen intactas, igual las del vencedor, y al final lo único que se logró fue perder tiempo y generar rencor.
Porque eso es lo que he percibido en muchos colombianos: rencor. En muchas discusiones (no diré todas, generalizar es odioso) lo que se evidencia es un enfrentamiento, en ocasiones muy pasional, de ideas disonantes que terminan en gritos y en argumentos circulares. Esa pasión, que no es mala si se sabe controlar, convierte al otro en un enemigo, sus ideas son monstruosidades (o mentiras, lo que consideren más terrible) que no tienen sentido común. Al final todos gritan y nadie escucha.
Lo terrible de esta situación es que se pierde, constantemente, la oportunidad de complementar nuestras ideas, de trabajar juntos para crear argumentos más poderosos, más productivos.
Es doloroso y complicado, no lo niego, abrirse a la posibilidad de que nuestras ideas tengan falencias, que estemos equivocados y que exista un argumento más convincente. Pero es más dañino cerrarnos a la posibilidad de nutrir a los demás, y de ver nuestras ideas nutridas.
No sólo en la política, dónde las mejores ideas de todos deberían ser tenidas en cuenta, sino en la vida misma. Con la pareja, con la familia, con los amigos, con los enemigos, incluso, es mejor ser sincero en lo que pensamos, y escuchar lo que los demás tienen por decir.
Al final del día, cómo dice un cliché de los políticos, unidos podemos más. La unión nace en el debate sincero.
[Jkrincon Out]
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Chapeau.