Por ahora somos dioses
Por Juan Carlos Rincón Escalante
En los sesenta, las agencias de publicidad tuvieron una idea brillante: seducir a los jóvenes. Si lograban enamorar a un joven de una marca, era muy probable que lo convertirían en un cliente de por vida. Las grandes empresas vieron en la contracultura una oportunidad de oro y, ayudadas por la industria del entretenimiento (cine, música, literatura, etc), decidieron patrocinar la rebeldía de la época, lo que Thomas Frank llamó «la conquista de lo cool«. Fue así como empezó un movimiento que giraba en torno a la edad y proponía la reivindicación y glorificación de la juventud a través de la cultura.
Antes de eso, nuestro centro de adoración eran la experiencia y la inteligencia. El mundo y la cultura pertenecían a los astutos. Cinco décadas después de aquella idea publicista, nuestra sociedad es la primera en la historia que celebra la juventud como la cualidad más importante. Ni siquiera los griegos, quienes tenían una pasión desmedida por la belleza, habían destronado a la sabiduría como la mayor aspiración.
El problema con el cambio es que la juventud es inexperta y, por ende, estúpida. Esto, de entrada, no es malo: los errores estúpidos construyen la experiencia y, cuando se piensan, construyen cierto tipo de inteligencia. Pero cuando se enaltece la estupidez como fin en sí misma (¡seamos jóvenes y estúpidos!), no hacemos más que crear una deidad imbécil.
Además, las redes sociales multiplican la adoración. Desde nuestro inexpresivo silencio frente a un computador nos hemos convertido en la generación que, a punta de «me gusta»(s), celebramos el caos estúpido y deseamos pertenecer a él. Nos define lo que vemos y nos fundamenta la banal admiración que recibimos cuando nos dejamos llevar. Aspiramos a ser lo que ya somos, y poco más.
Sin embargo, la juventud no se construye. Es un estado que obtenemos sin esfuerzo; una oda a la mediocridad conformista. No requiere que nos pensemos, ni que nos cultivemos. Solo nos pide estar. Por eso agonizamos impotentes cuando la sentimos esfumar y nos aferramos a cualquier producto, procedimiento o evento que nos prometa una prórroga. Pero, como buen amante, siempre se marcha. Y después de la juventud, ¿qué nos queda?
JK muy bien, solo un comentario: al final la juventud no se extingue, la matamos si así lo queremos sin relación alguna con la edad en que se efectúe el crimen; si así se quiere, se puede vivir joven hasta morir
JC